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La conocí una tarde de verano en la adolescencia.
Su tez morena y su sonrisa llana y eterna
se adhirieron a mi piel para toda la vida.
Ella, humilde como el pan recién horneado
me abrió los brazos y recogió los pedazos
de una vida adolescente que erraba por el mundo
y me cobijó bajo sus alas enormes y tibias.


Era yo, un libro abierto y sin escribir
y ella con su llamarada de amores
fue trazando cada línea en mi existencia
para que la vida se mantuviera en equilibrio.


Fue una profecía nunca dicha, un milagro renaciendo,
cántaro de cristalinas aguas bañándome toda,
y una inmensa luna que alumbraba oscuridades.
Tenía la fuerza precisa para encandilar al sol,
la sumisión de un bebé, cuando la voz de su madre lo arrulla.


Era mediadora en las angustias y en los dolores
y el faro que se necesita para no cambiar el rumbo.
Era la mano morena en el horno de barro,
la mano ajada en la artesa dormida en el patio,
era el mismo pan repartido mil veces
y la verde ensalada multiplicada en besos.


¿Cómo olvidar sus dedos tejiendo con afán
e inmensa ternura las trenzas infantiles de mis hijas?
y su increíble fortaleza cuando curó mis heridas
mientras las de ella sangraban copiosamente?
¿Cómo olvidar su amor incondicional a través de los años
y el dulce murmullo de su voz llamándome Julie?


Hasta pocos días antes de partir me habló del amor
de ese amor eterno que nació entre nosotras
y que nada ni nadie jamás pudo hacer desaparecer.
Ayer le pedí a Jesús que se la llevara en silencio,
sin dolores, en el sueño, en paz como había vivido.
y al despertar mi corazón me dijo que había partido
en silencio, serena, tan humilde y bella como nació.


Era la abuela y madre de mis hijas a las que adoró,
fue la primera sílaba y el cuaderno blanco,
el café humeante y la leche blanca casi nevada en las mañanas,
-no importaba que su estómago tuviera que esperar-
Era mi madre cuando estuve sola y me acunó con encanto,
era quien me decía que era bella, siempre bella
solo porque me amaba como aman solo las madres.


Y hoy fui a su encuentro y mire su rostro sereno
y supe que la vida tiene sus propios rosales,
a mi me regaló la rosa más bella, la sin espinas,
el amor envuelto en piel morena
y en un corazón tan blanco como la harina recién cernida.


Mañana la dejaremos en el campo santo
a la sombra de los arbustos que ella misma eligió
y en ese momento en que su féretro baje a la tierra
yo sé que se lleva mi corazón sin medida
y cuando mis pasos me devuelvan al hogar
me traerán como toda la vida sus ojos inmensos
y esa sonrisas y esas lágrimas que un día compartimos
cuando pasamos a ser de la misma sangre.

Y los que la conocimos sabemos que cuando dejó todo listo
para su viaje definitivo, se vistió de luz,
se bañó de estrellas
Y se elevó a lo alto sin dejar de darnos antes
la mirada mas dulce, que un día nos conquistara.


(Vives para siempre Adelaida Andrade)

7 - Diciembre 2008

 





 

 

 

 

       

 


 

 

 

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